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Hijo de una acomodada familia oriunda de Requena, Luis G. Berlanga se educa en un ambiente donde pronto tiene acceso a distintas manifestaciones culturales. Tras sus iniciales estudios con los jesuitas del colegio San José, sus padres le obligan, para fortalecer su salud, a trasladarse a un internado suizo donde permanece entre 1928 y 1929. Una vez acabado el bachillerato elemental y en Valencia, el joven cultiva la pintura y la poesía mientras participa en las tertulias artísticas de la capital y se convierte en un lector empedernido. Posteriormente, se plantea iniciar las carreras de Filosofía y Letras y Derecho, pero abandona el propósito académico para enrolarse en la División Azul en 1941. El objetivo es hacer méritos y conseguir que se condone la pena de muerte dictada contra su padre por su pasado republicano, además de mediar un desengaño amoroso y el afán de aventura junto a unos amigos falangistas. A su regreso y tras realizar los “exámenes patrióticos” para culminar el bachillerato en el instituto Luis Vives, cultiva la poesía y la pintura mientras es llamado de nuevo a filas y escribe críticas cinematográficas para Las Provincias y Radio Mediterráneo.
IMÁGENES
Berlanga, Luis G.
(Luis García-Berlanga Martí, Valencia, 1921 – Madrid, 2010)
Director
Hijo de una acomodada familia oriunda de Requena, Luis G. Berlanga se educa en un ambiente donde pronto tiene acceso a distintas manifestaciones culturales. Tras sus iniciales estudios con los jesuitas del colegio San José, sus padres le obligan, para fortalecer su salud, a trasladarse a un internado suizo donde permanece entre 1928 y 1929. Una vez acabado el bachillerato elemental y en Valencia, el joven cultiva la pintura y la poesía mientras participa en las tertulias artísticas de la capital y se convierte en un lector empedernido. Posteriormente, se plantea iniciar las carreras de Filosofía y Letras y Derecho, pero abandona el propósito académico para enrolarse en la División Azul en 1941. El objetivo es hacer méritos y conseguir que se condone la pena de muerte dictada contra su padre por su pasado republicano, además de mediar un desengaño amoroso y el afán de aventura junto a unos amigos falangistas. A su regreso y tras realizar los “exámenes patrióticos” para culminar el bachillerato en el instituto Luis Vives, cultiva la poesía y la pintura mientras es llamado de nuevo a filas y escribe críticas cinematográficas para Las Provincias y Radio Mediterráneo. La situación económica de su familia le permite mantenerse sin obligaciones laborales. Luis G. Berlanga habla de esos años como de su época de “buena vida; en la que para no aburrirme demasiado y aparentar que hacía algo útil estuve picoteando en algunas actividades culturales y artísticas, aunque con la actitud del señorito de provincias con dinero y tiempo libre”. Su presencia en estos ambientes culturales le lleva a conocer a su futuro colaborador, el guionista José Luis Colina, su colega Vicente Coello y a José Ángel Ezcurra, que sería el editor de la revista Triunfo. El interés de Luis G. Berlanga por el cine le anima a pergeñar varios guiones que nunca llegan a rodarse. En 1944 toma la determinación de dedicarse profesionalmente al mundo del celuloide. Primero hace un cursillo organizado por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense, pero no es hasta 1947 cuando se traslada a Madrid para ingresar en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (I.I.E.C.), que comienza sus actividades ese mismo año. Se matricula en la especialidad de Dirección, donde coincide con Juan Antonio Bardem, Florentino Soria y Antonio del Amo, al tiempo que se convierte en un destacado alumno de la primera promoción. El valenciano es el responsable de Paseo por una guerra antigua, un cortometraje codirigido con Juan Antonio Bardem, Florentino Soria y Agustín Navarro como ejercicio práctico. Un año más tarde, el cortometraje documental El circo es su trabajo final para graduarse como director. Durante esta etapa de formación también escribe guiones e intenta culminar algunos proyectos antes de codirigir el primer largometraje, Esa pareja feliz (1951), con su compañero y amigo Juan Antonio Bardem. Esta comedia y la irrupción de ambos directores suponen un punto de inflexión en la historia del cine español. La modesta productora Altamira trata de poner en marcha un proyecto titulado La huida, con Paco Rabal como protagonista, pero fracasa en su intento cuando los recién diplomados rechazan la dirección del film. La oportunidad perdida por Luis G. Berlanga y Juan Antonio Bardem propicia un nuevo trabajo de Antonio del Amo, que tras esa deserción firma su quinto largometraje: Día tras día (1951). Después del intento fallido, los futuros cineastas y socios de la citada productora continúan trabajando en nuevos proyectos hasta que ruedan Esa pareja feliz con un presupuesto modestísimo completado con la ayuda de amigos. La codirección supone un reparto de tareas. Juan Antonio Bardem se encarga de la dirección de actores mientras que Luis G. Berlanga se responsabiliza de la cámara y la planificación de las escenas. El debut adelanta algunas de las constantes de su cine: los acelerados diálogos, la actitud crítica hacia aspectos de la realidad social y las descripciones de las ilusiones perdidas por la gente común y corriente. Esa pareja feliz es un fresco costumbrista de la precariedad en la que sobrevive una familia trabajadora y una irónica visión sobre cómo cualquier ilusión doméstica puede desvanecerse para convertirse en un fracaso. En este cruce del neorrealismo con lo sainetesco que recrea la cotidianidad de una pareja cuya vida es alterada por un concurso radiofónico, también se advierte una parodia del cine histórico de CIFESA que triunfa en las pantallas de la época. La escena inicial de Lola Gaos, vestida de manera que recuerda a la Aurora Bautista de Locura de amor, cayendo por la ventana equivocada mientras grita “¡No, no firmaré jamás! Muera conmigo el honor de Palencia”, muestra la capacidad para la parodia de ambos directores, que en otras reflexiones sobre el cine –el protagonista, Fernando Fernán Gómez, trabaja en unos estudios como electricista– indican las bases de su alternativa. Los destinatarios de la sátira recibieron negativamente la primera entrega de Juan Antonio Bardem y Luis G. Berlanga. La Junta de Clasificación, por su parte, la relegó a la segunda categoría. La decisión afectó a Berlanga, Luis G. (Luis García-Berlanga Martí, Valencia, 1921 – Madrid, 2010) Director Directores la rentabilidad de la película, cuyo estreno se demoró casi dos años, hasta que finalmente se produjo durante el verano de 1953 en el cine Capitol de Madrid, gracias al éxito de la segunda película de Luis G. Berlanga. No obstante, y desde una perspectiva histórica, Esa pareja feliz y su esperanzado desenlace cobran importancia como alternativa a un cine histórico de cartón piedra. La comedia supone una afortunada muestra de la opción por el realismo tierno, la crítica costumbrista y la ausencia de una voluntad moralizadora. El humor de sus escenas y el excelente reparto contribuyen a mantener su encanto. La consagración de Luis G. Berlanga como director viene de la mano de la industria que parodia en su debut, y es el resultado de la afortunada combinación de una serie de circunstancias que trastocaron un proyecto inicial que debía ser divertido, desarrollarse en Andalucía y estar protagonizado por una folclórica. Bienvenido, Mr. Marshall (1952) surge gracias a un encargo para el lucimiento de Lolita Sevilla, que estaba contratada por la productora del valenciano Francisco Canet (UNINCI), cuya trayectoria sería fundamental para la renovación del cine español durante los años cincuenta y sesenta. Tras haber barajado distintos proyectos, e influidos por La kermesse heroica (La kermesse héroïque, Jacques Feyder, 1935), Berlanga y Bardem optan por desarrollar una historia sobre la prevista llegada de unos representantes del gobierno norteamericano a un pueblecito (Villar del Río) donde Lolita Sevilla ha sido contratada por el alcalde (Pepe Isbert) para actuar. Con la decisiva colaboración de Miguel Mihura en el acabado del guion y en los diálogos, Luis G. Berlanga rueda la película en solitario, pues su compañero se retira del proyecto como director por cuestiones económicas. El rodaje fue pródigo en dificultades: “Nunca me ha dado vergüenza demostrar que tengo muchas dudas e inseguridades cuando me propongo realizar películas, porque si me lanzara sin paracaídas en la dirección única preestablecida, lo normal es que me salieran hechas una mierda”. El resultado es una fábula sobre un pueblo del interior transmutado en andaluz por imperativo del tópico. Al igual que en otras películas del director, el protagonismo se reparte en una amplia gama de tipos inolvidables, con la colaboración de unos excelentes intérpretes. Pepe Isbert interpreta un alcalde con sordera capaz de soñar con las bravuconadas de un sheriff para conseguir las caricias de la cantante del salón. Manolo Morán es un agente artístico, y lo que sea preciso, cuya locuacidad e ingenio le convierten en imprescindible para cualquier ocurrencia donde haya dinero. Lolita Sevilla es una folklórica con escasas dotes para la oratoria gracias a Miguel Mihura, pero con el suficiente salero andaluz para encandilar a todos cuando canta y baila. Alberto Romea encarna un orgulloso y solitario hidalgo que no cede ante el pragmatismo de quienes proceden de las antiguas colonias porque, en el fondo, los norteamericanos son “indios”. Félix Fernández es la voz de la ciencia, recreativa, ya que ejerce de farmacéutico en un pueblo donde “el chorrito” de la fuente constituye un objeto de debate en los plenos municipales. Elvira Quintillá es la modosa maestra que tuvo un sueño de imposible rodaje en aquellos años. Y así hasta completar un pueblo de gente buena y solidaria, que observa cómo sus ilusiones de mejora inmediata se desvanecen y la realidad de un mísero país emerge de nuevo, aunque todos han aprendido la regeneracionista lección de confiar en sus propias fuerzas. La película de Luis G. Berlanga es una deliciosa e imperecedera fábula que se desliza entre la ingenuidad y la ternura, pero también incluye otras características del director progresivamente presentes en el resto de su filmografía. Así sucede con el protagonismo coral y el fracaso como constante narrativa, con personajes que llegan a rozar el éxito para volver a su situación igual o peor que la de partida. Tanto Esa pareja feliz como Bienvenido, Mr. Marshall recrean unas historias de frustraciones en las que sus personajes son perdedores cuya posición social nunca mejora, aunque los desenlaces agridulces eviten la desesperanza del espectador. El éxito de crítica y público de la película fue notable. Los méritos artísticos y técnicos de Bienvenido, Mr. Marshall quedaron reconocidos. A su vuelta del Festival de Cannes de 1953, Luis G. Berlanga es un director al que se le supone un brillante futuro. Por lo pronto, y con la colaboración de Juan Antonio Bardem, ha sentado las bases de sus constantes. Un ejemplo es el método para dirigir a los intérpretes: darles el máximo de libertad, llegando, a veces, a desconcertarlos por la falta de indicaciones precisas. Según el cineasta valenciano, el acierto se deriva de la elección de los profesionales y de escribir los guiones pensando en quienes van a encarnar los diferentes papeles. Luis G. Berlanga necesita intérpretes en quienes poder confiar por su experiencia. También deben saber improvisar, tomar iniciativas creativas y ser capaces de sostener su presencia durante los largos planos secuencia en los que actúan. El director valenciano desde sus inicios se sumerge en un cóctel de influencias donde se entremezclan el neorrealismo italiano, la poética de René Clair, la comedia de Frank Capra y lo sainetesco heredado de maestros como Carlos Arniches. Luis G. Berlanga se decanta por una puesta en escena muy personal, que Ricardo Muñoz Suay definió como “el método de la negación”. El director sabe lo que no quiere, pero le cuesta decidir lo que en realidad quiere filmar. Por lo tanto, nada está decidido de antemano. Solo la improvisación en el momento del rodaje y el doblaje culminan su peculiar modo de trabajar. El método de Luis G. Berlanga contrasta con la convencional seguridad de otros directores españoles de sus inicios. Aunque con el tiempo se ganó el respeto, la novedad le acarreó problemas con los intérpretes y los técnicos durante unos rodajes donde a menudo asomaba el caos, que acababa siendo controlado por el director a tenor de los resultados. La ternura y la ingenuidad que caracterizan la filmografía del valenciano durante su primera etapa se mantienen en sus dos siguientes películas. Tras frustrarse la adaptación de la zarzuela Bohemios, Benito Perojo le encarga una comedia, Novio a la vista (1954), a partir de un argumento de Edgar Neville, cuya trayectoria creativa fue alabada por el director, convertido en guion con la colaboración de Juan Antonio Bardem y José Luis Colina. El film se retrotrae a 1917-1918 para recrear las vacaciones veraniegas de varias familias de buena posición con una joven (Loli) en el centro de la trama de amores, desencuentros y paso a la madurez. La por entonces desconocida Brigitte Bardot era la elegida para interpretar el papel de la enamoradiza, pero la contratación se frustró por la impaciencia de Benito Perojo y, finalmente, fue Josette Arnó la protagonista de la trama para encontrar un novio conveniente. Calabuch (1956) es una coproducción hispano-italiana donde Luis G. Berlanga lleva a las pantallas una entrañable historia basada en una idea de Leonardo Martín: un anciano científico se refugia en un pueblecito de la costa mediterránea. Aunque el propio director y un sector de la crítica consideran este film como menor dentro de su trayectoria –François Truffaut fue mucho más severo en su descalificación–, la ternura y el encanto de Calabuch han resistido el paso del tiempo. Los inolvidables tipos del pueblo forman de nuevo un colectivo de fracasados que derrocha invitaciones a la sonrisa en cada secuencia. A pesar de los enfrentamientos acaecidos durante el rodaje, la elección del reparto vuelve a ser fundamental para el éxito del film. Franco Fabrizi encarna un contrabandista desenvuelto y encantador (El Langosta). Pepe Isbert es un farero orgulloso de su misión y que distrae sus horas de ocio jugando al ajedrez por teléfono con el párroco (Félix Fernández). Valentina Cortese es la maestra enamorada y soñadora que espera no marchitarse. Juan Calvo interpreta al comandante gruñón del puesto de la Guardia Civil, a cuyas celdas va a parar durante las noches un sabio distraído (Edmund Gwenn) que termina haciendo triunfar al pueblo en el concurso anual de fuegos artificiales con la colaboración de los paisanos –incluido el dibujante de eses (Manuel Alexandre)–, mientras el torero (José Luis Ozores) y su novillo parten para otras fiestas locales llevando la buena nueva del cohete lanzado en Calabuch. La película es una suma de inolvidables personajes que convierten la localidad del Mediterráneo en un paraíso perdido en donde busca refugio un sabio harto de una ciencia sin alma ni encanto. Ambas películas de Luis G. Berlanga han sido analizadas desde ópticas diversas. Algunos críticos las consideran muestras de un tímido neorrealismo con tintes de regeneracionismo. Otros subrayan su entronque con el realismo poético del cine francés. En cualquier caso, revelan un discurso humanista con personajes sencillos que se convierten en protagonistas de una fábula dotada de elementos costumbristas al servicio de una mirada sonriente y cómplice. Luis G. Berlanga hace gala en ambos films de un humor con trasfondo dramático y de una sátira todavía no ensombrecida, como sucede en sus posteriores películas. Al mismo tiempo, deja constancia de otra constante temática: la lucha desigual del individuo frente a la sociedad que intenta anularlo. Las citadas características también apuntan en una nueva coproducción con Italia, Los jueves, milagro/Arrivederci, Dimas (1957), pero la película fue modificada por la censura y Luis G. Berlanga propuso al padre Grau, contratado por la productora, como coguionista por sus supresiones, consejos y rectificaciones. José Luis Colina también participa como guionista junto al director en esta historia de un pueblecito (Fontecilla) en el que unos aviesos, pero entrañables, representantes de las fuerzas vivas simulan la aparición de San Dimas para atraer clientela al desvencijado balneario de la localidad. De nuevo nos encontramos ante una película coral que narra la historia de un fracaso. Lo protagoniza un conjunto de reconocibles personajes dibujados con cariño y suave ironía. El resultado, sin embargo, apenas satisfizo por su indefinición y el estreno pasó desapercibido. La censura no solo mutila esta coproducción hispano-italiana, sino que también se ceba en otros proyectos del director. Por ejemplo, prohíbe el guion Los aficionados, que sería la génesis de La vaquilla (1985), y ocasiona retrasos administrativos a un proyecto que, por problemas económicos, tampoco llega a rodarse: Caronte, una versión libre de El último caballo (1950), de Edgar Neville. La pretensión de adaptar al cine la novela Miss Giacomini, de Miguel Villalonga, también supone un fracaso para Luis G. Berlanga, que se ve obligado a replantear su trayectoria. El cineasta valenciano, con el paso del tiempo, renegó de las conclusiones críticas de las “Conversaciones de Salamanca” (1955), encuentro celebrado en esta ciudad que rechazó buena parte de la producción cinematográfica española del momento para apostar por su regeneración sobre nuevas bases en sus aspectos creativos e industriales, y las consideró “el gran error histórico del cine español”. En el contexto de una subjetividad que restaba rigor a sus análisis, las elevó a motivo capaz de terminar con la infraestructura industrial del cine español. El radical y contradictorio subjetivismo de sus apreciaciones fue otra de sus constantes, pero lo cierto es que Luis G. Berlanga participó de aquel espíritu renovador. Su filmografía de los años siguientes da un giro acorde, hasta cierto punto, con las conclusiones salmantinas, sobre todo tras iniciar la colaboración con el guionista Rafael Azcona, al que consideró como “el hombre más importante de mi vida”. Las películas de la década de los sesenta apuestan por personajes más individualizados que ya no permanecen amparados por el colectivo al que pertenecen. Sus historias quedan lejos de la ternura porque se vuelven ácidas y corrosivas. El enfrentamiento del individuo con la sociedad que le destruirá es más intenso y el humor se oscurece en el marco de una tragicomedia. La autoría de Rafael Azcona es responsable de buena parte de estos cambios. El encuentro de Luis G. Berlanga con el por entonces novelista y humorista gráfico de La Codorniz da paso a una etapa de madurez y de mayor rigor en la estructura de los guiones: “Rafael me dio solidez en el trabajo y continuidad profesional”. Antes de realizar sus dos obras maestras, Plácido (1961) y El verdugo (1963), Rafael Azcona ya había colaborado con el director valenciano cuando este codirigió el programa piloto de la serie Se vende un tranvía (1959). El interesante mediometraje ha quedado aislado en la filmografía de Luis G. Berlanga, ya que no se exhibió comercialmente al formar parte de un frustrado proyecto de televisión: Los pícaros. La reflexión sobre los timos y las estafas de poca monta, la denuncia de la mezquindad y la acritud de la historia evidencian un cambio de rumbo en la filmografía del director, que abandona parte de sus planteamientos iniciales para encontrar el equilibrio con un guionista que ya había demostrado personalidad propia en El pisito (1958), de Marco Ferreri. El resultado de la feliz colaboración no se hace esperar con la llegada de las dos citadas películas. Tras un paréntesis de cinco años por el mal resultado de Los jueves, milagro y otros problemas, Luis G. Berlanga ha evolucionado y madurado. Junto a José Luis Colina, José Luis Font y Rafael Azcona, el director trabaja en diversos tratamientos para desarrollar una idea suya: “Siente un pobre a su mesa”, que todavía es deudora de su primera etapa. El proceso hacia una orientación más ácida e irónica es un tanto confuso. Cuando ya disponían de una sinopsis, aparece otro personaje clave en la trayectoria del director, el productor Alfredo Matas, por entonces responsable de Jet Films. Gracias a su apoyo, se pone en marcha Plácido, que Luis G. Berlanga consideraría como su mejor película por el perfecto encaje de los elementos dramáticos. La aportación de Rafael Azcona es decisiva porque el guionista controla la estructura del film. La tendencia al caos de los anteriores títulos se evita por un armazón narrativo más rígido. El amigo y colaborador, además, incorpora mayores dosis de pesimismo, egoísmo, crueldad y desamor a las miserias humanas, aunque sin obviar el sentido del humor que caracteriza al director. La colaboración de ambos fructifica porque comparten parecidas fijaciones –los uniformados representantes del poder militar y eclesiástico serán una constante– y una sobresaliente capacidad para el manejo de las escenas corales con numerosos intérpretes dialogando sin parar. Plácido se asienta sobre una compleja trama en la que participan treinta personajes perfectamente trazados. Todos se entrecruzan a lo largo de un día de Nochebuena en el que Plácido (Cassen) va de un lado para otro a bordo de su motocarro, con la estrella de Oriente, para satisfacer los encargos de los organizadores de la campaña “Siente un pobre a su mesa”. Al mismo tiempo, y con la simultaneidad de acciones que caracteriza a las películas de Berlanga y Azcona, el agobiado conductor se desespera por los impedimentos que surgen a la hora de abonar una letra del crédito de su vehículo. Las peripecias de Plácido y su familia se entrecruzan con el otro hilo conductor de la historia: el protagonizado por el petulante Quintanilla (José Luis López Vázquez), “hijo de los de la serrería” y pretendiente de la hija de la familia patrocinadora del evento. La incomunicación, el egoísmo y la mediocridad de la ciudad provinciana conforman una tragicomedia que fue candidata al Oscar –estuvo entre los cinco films seleccionados para la final– y la gran competidora de otra obra maestra de ese mismo año: Viridiana (Luis Buñuel, 1961). No obstante, la respuesta del público español fue escasa –apenas duró veinte días en el cine de estreno– y acorde con unos espectadores poco dispuestos a verse reflejados en ese fresco coral. A pesar del antecedente de Plácido, la siguiente colaboración de Luis G. Berlanga y Rafael Azcona se convertiría para buena parte de la crítica en la indiscutible obra maestra de la pareja. Una imagen ronda desde hace tiempo por la mente del director: un condenado a muerte arrastrado por los guardias hacia el patíbulo al mismo tiempo que su verdugo. A partir de esta idea, con una base real relacionada con un suceso acaecido en Valencia, el guionista y el director construyen un sólido guion donde no solo se denuncia la pena de muerte, sino que también se reflexiona sobre las miserias de la condición humana y la hipocresía de una sociedad que pone trampas –un casamiento precipitado, el señuelo de una vivienda, un trabajo seguro…– en el camino de un empleado de pompas fúnebres (Nino Manfredi) hasta convertirlo en verdugo. El objetivo de mantener la sonrisa del público no era una tarea fácil. Luis G. Berlanga lo consigue en El verdugo/Il boia (1963) gracias a su pulso narrativo para dar cuenta de los hallazgos del guión, y, como en anteriores ocasiones, con la colaboración de un magnífico reparto encabezado por el inolvidable Pepe Isbert en el papel del verdugo jubilado. El director le consideraba el mejor actor español y, gracias a esta película, culminó con un impresionante trabajo su trayectoria, sobreponiéndose incluso a los graves problemas de salud que afectaban a su voz. La coproducción hispano-italiana recibe varios premios en España, donde se la clasifica como de Primera A, y participa en el Festival de Venecia. No obstante, el recibimiento fue polémico en aquella ocasión. La política se mezcla con la valoración de la película en el marco de las protestas europeas por la represión franquista y el reciente ajusticiamiento del comunista Julián Grimau, al que por entonces se sumaron los de Francisco Granados y Joaquín Delgado. El verdugo apenas se entiende en Venecia, el problema se agravó por la intervención del embajador español en Roma (Sánchez Bella) y, al regresar a España, las autoridades franquistas ordenan treinta cortes con un total de cinco minutos para permitir su estreno el 17 de febrero de 1964. El discurso contra los mecanismos del poder y la defensa de la libertad frente a los laberintos sociales en los que vive atrapado el ciudadano corriente chocan con la censura y las posteriores presiones del franquismo, pero también con un escaso interés de los espectadores españoles de la época. Las críticas, las polémicas, los obstáculos comerciales y la censura también afectaron al episodio La muerte y el leñador, dirigido por Luis G. Berlanga para la película colectiva Las cuatro verdades (Les quatre verités, 1963). El valenciano se siente derrotado y, mientras Rafael Azcona se refugia en Italia ante la evidencia de su imposible continuidad en el cine nacional, el director inicia un período de cuatro años alejado de los rodajes. Durante el mismo, imparte clases en la Escuela Oficial de Cine (E.O.C.) y aborda facetas hasta entonces ocultas. La misoginia, sus reflexiones sobre las inestables relaciones de parejas y sus obsesiones eróticas –“A los catorce años ya era un viejo verde”, declaró– protagonizan la tercera etapa de su filmografía, cuyas tres películas resultan más amargas y tristes que las anteriores. La boutique/Las pirañas (1967) parte de una idea que se frustra por un reparto impuesto por el productor Cesáreo González y un accidentado rodaje en Argentina como culminación de los problemas administrativos y de censura. ¡Vivan los novios! (1970) recrea las peripecias de un novio maduro (José Luis López Vázquez) que se traslada a una ciudad costera en pleno auge del turismo para casarse y se ve atrapado por la familia de la esposa, que no le permite enterrar a su madre para no estropear la ceremonia nupcial. El planteamiento de Rafael Azcona es brillante, pero la película acusa una falta de continuidad narrativa y apenas interesó al público. Tras otro forzoso paréntesis de casi cuatro años, los problemas del director continuaron con una ambiciosa coproducción hispano-francesa, Tamaño natural (1973), cuyo estreno en España se demoraría hasta 1977 por problemas de censura después de haber superado otros no menos graves durante el proceso de producción. Michel Piccoli protagoniza una fábula sobre la soledad y la incomunicación sexual. En su momento, pareció innovadora, aunque pasara desapercibida en su estreno español y no haya resistido el paso del tiempo. Su desolada reflexión metafórica sobre los límites del deseo masculino y la indiferente mirada femenina revela una misoginia de difícil aceptación en la actualidad: “Una mujer es, desde el principio, un ser al que hay que temer porque en el mejor de los casos te dejará castrado, frustrado o desesperado”, afirmó el director. El camino iniciado en estas tres películas en torno a la sexualidad llevó al director a plantearse una adaptación de la novela de Pauline Réage Histoire d’O (1954). El proyecto se frustra y los inicios de la Transición coinciden con un parón de Luis G. Berlanga, que necesitaba un nuevo marco para volver a la senda de sus mejores películas. Gracias a la desaparición de la censura y unas adecuadas condiciones de producción, el director valenciano regresa a las pantallas en compañía de Rafael Azcona con su “trilogía nacional”, un fresco coral del tardofranquismo. Tras un nuevo paréntesis de cinco años, Luis G. Berlanga recupera parte del pulso narrativo de la segunda etapa, aderezado con su organización del caos en los rodajes. El objetivo es el análisis de la cúpula dominante, la otra cara de la moneda necesariamente aparcada durante el período anterior de su filmografía y que inducía los comportamientos recreados en sus anteriores films. La escopeta nacional (1978) narra, en un tono irónico, la historia de Jaume Canivell (José Sazatornil). El fabricante de porteros automáticos paga por asistir a una cacería en compañía de altas personalidades del franquismo con el objetivo de conseguir su apoyo para la venta de sus productos. La reunión de ministros, aristócratas, sacerdotes, industriales, queridas y demás tipos permite mostrar un microcosmos donde destacan los papeles del marqués de Leguineche (Luis Escobar) y su rijoso hijo (José Luis López Vázquez). El director y el guionista vuelven a demostrar su habilidad para manejar la simultaneidad de acciones en una comedia coral y el acierto en el trazo de tantos personajes al servicio de un reparto bien elegido. El éxito comercial de la película, uno de los pocos que obtuvo el director, precipitó el encargo de la productora para su continuidad en Patrimonio nacional (1981) y Nacional III (1982), donde apenas se aportan novedades y se evidencia un agotamiento de la fórmula solo compensado por destellos de humor y el trabajo de los intérpretes. Esta etapa de éxito comercial coincide con la dirección de la Filmoteca Nacional por parte de Luis G. Berlanga (1979-1982), más fructífera en ideas que en capacidad de gestionarlas, hasta que Pilar Miró le sustituye con la llegada del PSOE al gobierno. Tres años después se estrena La vaquilla (1985), donde el director de la mano de Rafael Azcona recupera un viejo proyecto. El objetivo es desmitificar los relatos acerca de la Guerra Civil mediante una comedia de rígida arquitectura en la que, sin tomar partido, se recrean las peripecias de un grupo de hambrientos milicianos que intentan robar la vaquilla de unos nacionales dispuestos a celebrar una corrida. El director y el guionista demuestran de nuevo su competencia en la construcción de un cuadro coral, su vocación satírica y una pericia para controlar los personajes y las situaciones que se agolpan en cada plano secuencia. Estrenada en el marco del cincuenta aniversario de la guerra, la reconciliación preside esta comedia con el desfile de divertidos personajes que al final, y como es habitual en la filmografía del director, resultan perdedores. La vaquilla cuenta con un magnífico presupuesto gracias al productor Alfredo Matas y es el mayor éxito comercial de Luis G. Berlanga tras un rodaje repleto de problemas. Moros y cristianos (1987) supone el final de la colaboración con Rafael Azcona, cuya sabiduría en la construcción de los guiones se echa de menos en el siguiente título de Luis G. Berlanga: Todos a la cárcel (1993). La primera cuenta la historia de unos turroneros que se dirigen a Madrid para participar en una feria comercial. La impronta fallera y festiva que pretende trasladar el director a la comedia se convierte en un relato deslavazado donde el humor resulta forzado en ocasiones y, a menudo, oportunista, con una desmesurada tendencia a la caricatura. La respuesta del público y la crítica fue negativa. Rafael Azcona da por finalizada su colaboración y, seis años después, el director emprende el siguiente proyecto junto a su hijo Jorge. El resultado es decepcionante, a pesar de algunos apoyos oficiales en forma de premios y publicidad de quienes, se suponía, aparecían retratados como representantes de un corrupto poder político. Todos a la cárcel es una suma de chistes fáciles, trazo grueso y superficialidad en un retrato que se pretendía acorde con la coetánea situación política. La respuesta del público y la crítica fue tibia, aunque se apreciara una mejora con respecto al título anterior. El transcurrir del tiempo ha resultado inmisericorde con la película, que dio paso a su siguiente trabajo en la dirección, una serie para televisión centrada en la trayectoria de Vicente Blasco Ibáñez: Blasco Ibáñez, la novela de su vida (1996). Los problemas presupuestarios y el rodaje lejos de los escenarios originales lastraron este homenaje al espíritu idealista y aventurero del novelista valenciano. Luis G. Berlanga cierra su ciclo con París-Tombuctú (1999), de la mano de su hijo Jorge y Antonio Gómez Rufo, que intentan ordenar un guion concebido como testamento cinematográfico por el propio director. El resultado satisfizo a los seguidores del cineasta, pero recibió críticas negativas que se sumaron a las ya manifestadas con motivo de los anteriores estrenos. El personaje de Michel Piccoli sirve de hilo conductor gracias a su huida en una estrafalaria bicicleta tras un frustrado intento de suicidio, pero la gratuidad de algunas situaciones de este descenso a los infiernos apenas concita el interés por el desfile de impotentes, ninfómanas, ácratas, curas, libertinos y otros referentes del peculiar mundo berlanguiano, donde la nota común es la permanente insatisfacción. Esta sensación se traslada a una película donde el interés por lo berlanguiano contrasta con la evidencia de un pulso narrativo en decadencia y cierta autocomplacencia. Su ciclo estaba cerrado y solo quedaba añadir un cortometraje, El sueño de la maestra (2002), donde se recupera una idea pendiente desde Bienvenido, Mr. Marshall, al tiempo que se comprimen en trece minutos las obsesiones personales y artísticas del director. Luis G. Berlanga recibió el Premio Príncipe de Asturias y la medalla de oro de Bellas Artes, fue miembro de la Academia de Bellas Artes de San Fernando y la Universidad Complutense le nombró doctor honoris causa. Son algunos de los reconocimientos públicos dispensados a un cineasta de primer orden cuya popularidad se extendió más allá del ámbito profesional. Juan Antonio Ríos Carratalá
Fuentes • Álvarez, Joan (1996). La vida casi imaginaria de Berlanga. Barcelona: Prensa Ibérica. • Cañeque, Carlos, Grau, Maite (1993). ¡Bienvenido, Mr. Berlanga!. Barcelona: Destino. • Galán, Diego (1978). Carta abierta a Berlanga. Huelva: Semana de Cine Iberoamericano. • Gómez Rufo, Antonio (1990). Berlanga contra el poder y la gloria. Madrid: Temas de Hoy. • Gómez Rufo, Antonio (2000). Berlanga. Confidencias de un cineasta. Madrid: JC. • Gómez Rufo, Antonio (2010). Luis G. Berlanga. La biografía. Alicante: Instituto Juan Gil-Albert. • Hernández Les, Juan, Hidalgo, Manuel (1978). El último austrohúngaro. Conversaciones con Berlanga. Madrid: Anagrama. • Perales, Francisco (1997). Luis García Berlanga. Madrid: Cátedra. • VV.AA. (1986). Ciclo Luis García Berlanga. Valencia: Filmoteca Valenciana. • VV.AA. (1996). “Monográfico sobre Luis G. Berlanga”. Nickel Odeon, 3.
VOZ COMPLETA
DOCUMENTACIÓN
Guía La vaquilla: director, Luis García Berlanga. España: Jet Films, S.A., In-Cine, S.A., 1985. Institut Valencià de Cultura-Filmoteca / PDF
Angulo, Jesús (2000). “De seudónimos y antónimos: entrevista con Luis García Berlanga”. Nosferatu, 33, pp. 56-60 / PDF
Belinchón, Gregorio (13/11/2010). “Adiós Mr. Berlanga”. El País / PDF
Cruz, Juan (13/11/2010). “El pesimista erótico”. El País / PDF
García, Rocío (17/01/2017). “Berlanga, el mejor retratista de los españoles del siglo XX”. El País / PDF
Maluenda, Rafael. “Una brecha de libertad”. Las Provincias / PDF
ENLACES
El cine como recurso didáctico (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte)
Disponible en Fondos audiovisuales IVC (Centro de documentación y Archivo Fílmico)